La lluvia seguía regando el asfalto, dejando una película de agua sobre el trazado que cambiaba por completo todo el paradigma. Los entrenamientos habían sido sobre seco, dando como resultados los esperados. Los Williams estaban delante sin oposición. Pero, un tímido Ferrari se asomaba como la alternativa en esas condiciones. ¿Podría Michael Schumacher dar la campanada y batir a Damon Hill y Jacques Villeneuve en el Gran Premio de España?
Aquel 1996 se había destapado con el dominio de Williams. Hill y el debutante Villeneuve eran los favoritos al título y a ganar las carreras. Así estaba escrito por obra y gracia de unos ingenieros que dieron con la tecla en el FW18 propulsado por las eficientes mecánicas Renault. Pero la tormenta desatada sobre Montmeló podía cambiar totalmente a los actores que debían protagonizar la obra de teatro que estaba a punto de comenzar. El guión preestablecido estaba en la basura, cubierto de agua. Cuando el semáforo se apagó, comenzó a escribirse un nuevo guión.
Jacques Villeneuve sacó a relucir sus artes sobre asfalto mojado y se puso en cabeza de carrera, seguido de Jean Alesi, Damon Hill y Gerhard Berger. Michael Schumacher perdió algunas posiciones, pero lo mejor estaba por llegar. El alemán manejó la situación, evitando toques y roces innesarios en unas condiciones de muy baja visibilidad, y como un torbellino se lanzó a la remontada.
Mientras los coches de delante y detrás del piloto de Ferrari se salían y sus conductores cometían errores, patinando en los pianos y sufriendo el temido aquaplanning, Schumacher avanzaba a gran velocidad a través del pelotón. Uno tras otro, fue quitándose rivales, adelantándoles por un lado y por el otro, hasta hacerse con la cabeza de la carrera. La lluvia seguía cayendo con furia sobre el Circuit de Catalunya, pero eso no parecía afectar a aquel Cavallino Rampante con el dos veces Campeón del Mundo subido en su lomo.
Su ritmo no tenía comparación. Más de tres segundos de margen por vuelta conseguía sobre sus perseguidores, que dejaron de verle en la distancia. El Ferrari seguía imparable hacia la victoria, mientras los abandonos iban mermando el grupo. Salidas de pista, golpes contra el muro y averías mecánicas dejaron al pelotón reducido al mínimo. A pocas vueltas del final, sólo seis pilotos con sus respectivos coches eran capaces de mantenerse sobre lo negro. Schumacher seguía a lo suyo, rodando y rodando muy rápido.
Con una distancia inalcanzable y con los demás rivales bajando la velocidad para asegurar el resultado, visto lo visto, en Ferrari decidieron hacer lo mismo y conservar. No era necesario ir tan deprisa porque la ventaja era tan sumamente grande que nadie podría pasar a Michael. El alemán entendió a las claras el mensaje y obedeció la decisión lógica que le mandaron desde el muro. La victoria era suya, únicamente tenía que cruzar la meta. No había que arriesgar más.
Y así lo hizo. La bandera a cuadros se abatió justo al paso del Ferrari F310 con Michael Schumacher al volante. Con el casco azul, rojo y blanco característico de sus primeros años sobresaliendo por encima del cockpit. El equipo italiano y el piloto alemán habían ganado el Gran Premio de España de 1996, su primera victoria juntos -la primera de tantas-, batiendo a Williams bajo un intenso aguacero. Acababan de escribir su primera página de éxito en el libro de historia de la Fórmula 1.